Paisajes madrileños
PAISAJES MADRILEÑOS
En las grandes ciudades más que hablar de paisajes deberíamos hacerlo sobre mundos ya que, en muchas ocasiones, al cambiar de barrio o de zona parece que hayas cambiado de ciudad o incluso de país.
A Madrid le pasa un poco lo anterior. Durante mi último periodo capitalino me tocaba moverme con frecuencia casi diaria en las cercanías de la famosa zona de Azca, ese rectángulo encuadrado por General Perón, Orense, Raimundo Fernández Villaverde y Castellana y del que todo el mundo habla como si fuese vecino.
Es un pedazo de Madrid que tiene como signo distintivo, en lo físico, los grandes y famosos edificios, con la conocida Torre Picasso al frente, el edificio bbva, el nuevo Corte inglés, heredero del churrascado Windsor, y unos cuantos más; la propia Castellana, el Bernabéu, o el Palacio de Congresos actúan a modo de guarnición subrayando el hecho de que nos encontramos en la zona de metro cuadrado de mayor alcurnia, al menos en lo que a oficinas toca.
A mí, en este último apartado, el de la guarnición, lo que más me gusta se refleja en el conjunto de ladrillo perteneciente al Parque de Artillería, en desuso desde hace años y que ahora ha sido adjudicado a una cooperativa de viviendas para un conjunto residencial. Tengo la esperanza, supongo que vana, de que al menos respeten la valla de ladrillo y forja fabulosa con adornos de escudos militares.
En Azca hay pocos edificios de uso habitacional, casi exclusivamente en Orense, y la zona, de noche, abandona los usos comerciales y administrativos por los del ocio, ocio más bien para mayores. En sus vericuetos ha habido épocas en las que podía pasar de todo, bueno y malo, aunque ahora, el aumento de la seguridad ha hecho que la clientela vuelva y de nuevo la fiesta de adueñe de la zona.
La fauna humana de Azca tiene más lecturas, al ser una importante zona comercial, especialmente en sus lados exteriores, y también laboral, con sedes de importantes corporaciones, nos encontramos con momentos y personajes diversos. Las mañanas son sobre todo de las señoras solas explorando las zonas de tiendas, hay también las madres trabajadoras que hacen su escapada desde los Nuevos ministerios para aprovechar el tiempo y llevarse la compra hecha a casa.
Al mediodía la zona se convierte en un totum revolutum ya que todo el personal sale en un reducido espacio de tiempo a comer, el pasto pomeridiano que dicen los italianos con esta graciosa expresión. Hay para responder a la demanda un buen número de restaurantes diseñados casi exclusivamente para responder a esta necesidad.
Cuando llega la tarde llega también la clientela variada a la zona comercial, las señoras de la mañana vuelven con sus hijas para rematar la observación con una posible compra, vienen también algunos de los laborales que han quedado con su pareja a la salida del trabajo, y viene, en definitiva, la muchedumbre típica de una importante y céntrica zona comercial. Vienen últimamente, por cierto, cada vez en mayor cantidad, lo que me lleva a pensar que debe ser verdad eso de que la crisis está pasando.
Hay durante el horario laboral una imagen particular, es la de los fumadores a la puerta de las grandes sedes. Mayoritariamente jóvenes –no parece que las campañas antitabaco estén haciendo mucho efecto- se apostan en las inmediaciones de la puerta principal apurando su pitillo, algunos en soledad, otros en grupitos, lucen todos ellos trajes de 150€ de esos de las rebajas de Cortefiel o Máximo Duty, se les ven aún incómodos con la corbata pero, al tiempo, también se ve que lo aceptan como parte del noviciado que deben sufrir para llegar a lucir los trajes italianos de 600€ que llevan los ejecutivos de nivel medio. Ellas, algo más coloridas, van del traje tailleur de las más estrictas a las blusas multicolor de las osadas, no se ven, por supuesto, tejanos con roturas y desgarros de diseño y todas van bien peinadas. Unos y otras, sueñan con algún día llegar al consejo de administración y poder lucir trajes ingleses de 3000€ aunque por ahora sufren horarios y salarios de mileurista, y contentos van.
Esta fauna es la que los sociólogos pijos describen como White collar, por aquello de la camisa blanca, en contraposición con los blue collar, cuello azul, correspondiente al cuello del mono de trabajo de los trabajadores manuales. Y es aquí a dónde yo quería llegar, al blue collar que ahora debería llamarse de otro modo, blue jeans, por ejemplo.
Viene esto a cuento de uno de los viajes en metro que hice hace unos días. Creo que era la línea 6, atraviesa todo Madrid de suroeste al noreste, y tuve que hacerla casi entera. Era por la mañana, no era hora punta y con casi todo el mundo sentado el vagón estaba despejado, así pude darme cuenta de que con solo dos excepciones, una monja y yo mismo, todo el mundo llevaba tejanos, de todo tipo y condición, salvo que no vi, aquí tampoco, ningún súper rasgado de diseño, había más bien alguno roto.
Pude también observar la tipología de las personas, todas ellas de clase humilde, había una familia completa de iberoamericanos de rasgos indígenas, estudiantes por la edad posiblemente universitarios, un hombre completamente dormido con pinta de salir de una larga noche de trabajo, varias señoras con apariencia extranjera y pinta de ir a trabajar de domestica a alguna casa, pero todos, salvo las excepciones señaladas, iban con tejanos, lo que me lleva a pensar que esta prenda se ha convertido con el paso de los años en el elemento igualitario por excelencia, aunque posiblemente bien a pesar de algunos de sus usuarios. En cualquier caso esto supone un claro avance sobre lo que yo veía cuando era niño en mi tierra, época en la que era habitual que muchos obreros hiciesen su camino al trabajo con el mismo mono de trabajo.
El propio metropolitano me parece a mí que se ha convertido también en un elemento definidor de clase, al menos entre los adultos. La clase media, media baja y pequeña como se ha quedado, huye del metro, y creo que se apoya más en el transporte de superficie, de hecho, en los autobuses nunca he visto tanto tejano, posiblemente también porque su uso implica otro tipo de distancia y las combinaciones, a diferencia del metro, son menores. En fin, que si la clase proletaria vuelve a pensar en revoluciones lo primero que habrá que hacer es taponar las bocas de metro.
Otra cosa que pude observar en ese vagón fue la desaparición casi total del libro, sí, del libro. Hace unos años, al inicio del milenio, viví en Madrid casi tres años, y cuando utilizaba el metro, normalmente en días de lluvia con los vagones a tope, me encontraba con una fiebre lectora allí abajo, la gente sentada leían libros, los de pie, apretujados, en cuanto podían sacaban su libro y allí, de pie, balanceándose con las curvas de las vías, se ponían a leer. Recuerdo que en los laterales de las puertas unas enormes pegatinas mostraban el inicio de una lectura que acababa en puntos suspensivos, como invitando al pasajero a lanzarse a la actividad lectora. Esta vez no vi rastro de esas pegatinas y tampoco vi a nadie con el libro en la mano. Tengo que reconocer que un tipo iba con un lector electrónico y a medio camino subió otro que enseguida sacó del morral un libro, pero ellos dos dejaban el listón muy por debajo de lo que allí se cocía hace unos años.
El libro, en cualquier caso, ha dejado herederos, aunque no me parezcan los más positivos. El vagón estaba lleno de teléfonos, de todo tipo y condición, y no es que todo el mundo estuviese teléfono en mano pero si más de la mitad de los viajeros se mantenía enganchados a su aditamento manual. No parecía interesarles nada más, solo su teléfono, su smart phone.
No era cuestión de levantarme y pasar revista a las pantallas para ver a qué dedicaban su tiempo de transporte, porque de esto estamos hablando, del aprovechamiento del tiempo muerto que supone el transporte en las grandes capitales, pero en la bancada donde yo iba, con el sube y baja del personal, pude comprobar que solo un par consultaron el correo o enviaron mensajes, el resto de mis ocasionales compañeros emplearon todo su tiempo en jugar, sí, en jugar con esos machacones y obsesivos jueguecitos que traen los teléfonos o que se descargan con una aplicación.
En fin, lo de los tejanos me lo tome como la constatación de la evolución en el vestir, promovida seguramente por el precio y durabilidad de la ropa, de las clases llamadas populares y no me parece que sea motivo de meterse a divagaciones sociológicas sobre la actual dictadura del tejano en nuestra vida cotidiana. Sí en cambio lo de los teléfonos, eso sí que me parece que es para echarse a temblar pues, en relación con la anterior urgencia lectora de los viajeros, denota una deriva hacia la estulticia que al final conduce hacia la formación de sociedades inanes y descerebradas, fácilmente manipulables por los formadores de la opinión pública, los maravillosos medios de comunicación social. En fin, que no vamos bien, de hecho vamos como vamos y ello se ve en cómo va el país.
Lo dejo para no caer en derivas depresivas.
Octubre 2015
En las grandes ciudades más que hablar de paisajes deberíamos hacerlo sobre mundos ya que, en muchas ocasiones, al cambiar de barrio o de zona parece que hayas cambiado de ciudad o incluso de país.
A Madrid le pasa un poco lo anterior. Durante mi último periodo capitalino me tocaba moverme con frecuencia casi diaria en las cercanías de la famosa zona de Azca, ese rectángulo encuadrado por General Perón, Orense, Raimundo Fernández Villaverde y Castellana y del que todo el mundo habla como si fuese vecino.
Es un pedazo de Madrid que tiene como signo distintivo, en lo físico, los grandes y famosos edificios, con la conocida Torre Picasso al frente, el edificio bbva, el nuevo Corte inglés, heredero del churrascado Windsor, y unos cuantos más; la propia Castellana, el Bernabéu, o el Palacio de Congresos actúan a modo de guarnición subrayando el hecho de que nos encontramos en la zona de metro cuadrado de mayor alcurnia, al menos en lo que a oficinas toca.
A mí, en este último apartado, el de la guarnición, lo que más me gusta se refleja en el conjunto de ladrillo perteneciente al Parque de Artillería, en desuso desde hace años y que ahora ha sido adjudicado a una cooperativa de viviendas para un conjunto residencial. Tengo la esperanza, supongo que vana, de que al menos respeten la valla de ladrillo y forja fabulosa con adornos de escudos militares.
En Azca hay pocos edificios de uso habitacional, casi exclusivamente en Orense, y la zona, de noche, abandona los usos comerciales y administrativos por los del ocio, ocio más bien para mayores. En sus vericuetos ha habido épocas en las que podía pasar de todo, bueno y malo, aunque ahora, el aumento de la seguridad ha hecho que la clientela vuelva y de nuevo la fiesta de adueñe de la zona.
La fauna humana de Azca tiene más lecturas, al ser una importante zona comercial, especialmente en sus lados exteriores, y también laboral, con sedes de importantes corporaciones, nos encontramos con momentos y personajes diversos. Las mañanas son sobre todo de las señoras solas explorando las zonas de tiendas, hay también las madres trabajadoras que hacen su escapada desde los Nuevos ministerios para aprovechar el tiempo y llevarse la compra hecha a casa.
Al mediodía la zona se convierte en un totum revolutum ya que todo el personal sale en un reducido espacio de tiempo a comer, el pasto pomeridiano que dicen los italianos con esta graciosa expresión. Hay para responder a la demanda un buen número de restaurantes diseñados casi exclusivamente para responder a esta necesidad.
Cuando llega la tarde llega también la clientela variada a la zona comercial, las señoras de la mañana vuelven con sus hijas para rematar la observación con una posible compra, vienen también algunos de los laborales que han quedado con su pareja a la salida del trabajo, y viene, en definitiva, la muchedumbre típica de una importante y céntrica zona comercial. Vienen últimamente, por cierto, cada vez en mayor cantidad, lo que me lleva a pensar que debe ser verdad eso de que la crisis está pasando.
Hay durante el horario laboral una imagen particular, es la de los fumadores a la puerta de las grandes sedes. Mayoritariamente jóvenes –no parece que las campañas antitabaco estén haciendo mucho efecto- se apostan en las inmediaciones de la puerta principal apurando su pitillo, algunos en soledad, otros en grupitos, lucen todos ellos trajes de 150€ de esos de las rebajas de Cortefiel o Máximo Duty, se les ven aún incómodos con la corbata pero, al tiempo, también se ve que lo aceptan como parte del noviciado que deben sufrir para llegar a lucir los trajes italianos de 600€ que llevan los ejecutivos de nivel medio. Ellas, algo más coloridas, van del traje tailleur de las más estrictas a las blusas multicolor de las osadas, no se ven, por supuesto, tejanos con roturas y desgarros de diseño y todas van bien peinadas. Unos y otras, sueñan con algún día llegar al consejo de administración y poder lucir trajes ingleses de 3000€ aunque por ahora sufren horarios y salarios de mileurista, y contentos van.
Esta fauna es la que los sociólogos pijos describen como White collar, por aquello de la camisa blanca, en contraposición con los blue collar, cuello azul, correspondiente al cuello del mono de trabajo de los trabajadores manuales. Y es aquí a dónde yo quería llegar, al blue collar que ahora debería llamarse de otro modo, blue jeans, por ejemplo.
Viene esto a cuento de uno de los viajes en metro que hice hace unos días. Creo que era la línea 6, atraviesa todo Madrid de suroeste al noreste, y tuve que hacerla casi entera. Era por la mañana, no era hora punta y con casi todo el mundo sentado el vagón estaba despejado, así pude darme cuenta de que con solo dos excepciones, una monja y yo mismo, todo el mundo llevaba tejanos, de todo tipo y condición, salvo que no vi, aquí tampoco, ningún súper rasgado de diseño, había más bien alguno roto.
Pude también observar la tipología de las personas, todas ellas de clase humilde, había una familia completa de iberoamericanos de rasgos indígenas, estudiantes por la edad posiblemente universitarios, un hombre completamente dormido con pinta de salir de una larga noche de trabajo, varias señoras con apariencia extranjera y pinta de ir a trabajar de domestica a alguna casa, pero todos, salvo las excepciones señaladas, iban con tejanos, lo que me lleva a pensar que esta prenda se ha convertido con el paso de los años en el elemento igualitario por excelencia, aunque posiblemente bien a pesar de algunos de sus usuarios. En cualquier caso esto supone un claro avance sobre lo que yo veía cuando era niño en mi tierra, época en la que era habitual que muchos obreros hiciesen su camino al trabajo con el mismo mono de trabajo.
El propio metropolitano me parece a mí que se ha convertido también en un elemento definidor de clase, al menos entre los adultos. La clase media, media baja y pequeña como se ha quedado, huye del metro, y creo que se apoya más en el transporte de superficie, de hecho, en los autobuses nunca he visto tanto tejano, posiblemente también porque su uso implica otro tipo de distancia y las combinaciones, a diferencia del metro, son menores. En fin, que si la clase proletaria vuelve a pensar en revoluciones lo primero que habrá que hacer es taponar las bocas de metro.
Otra cosa que pude observar en ese vagón fue la desaparición casi total del libro, sí, del libro. Hace unos años, al inicio del milenio, viví en Madrid casi tres años, y cuando utilizaba el metro, normalmente en días de lluvia con los vagones a tope, me encontraba con una fiebre lectora allí abajo, la gente sentada leían libros, los de pie, apretujados, en cuanto podían sacaban su libro y allí, de pie, balanceándose con las curvas de las vías, se ponían a leer. Recuerdo que en los laterales de las puertas unas enormes pegatinas mostraban el inicio de una lectura que acababa en puntos suspensivos, como invitando al pasajero a lanzarse a la actividad lectora. Esta vez no vi rastro de esas pegatinas y tampoco vi a nadie con el libro en la mano. Tengo que reconocer que un tipo iba con un lector electrónico y a medio camino subió otro que enseguida sacó del morral un libro, pero ellos dos dejaban el listón muy por debajo de lo que allí se cocía hace unos años.
El libro, en cualquier caso, ha dejado herederos, aunque no me parezcan los más positivos. El vagón estaba lleno de teléfonos, de todo tipo y condición, y no es que todo el mundo estuviese teléfono en mano pero si más de la mitad de los viajeros se mantenía enganchados a su aditamento manual. No parecía interesarles nada más, solo su teléfono, su smart phone.
No era cuestión de levantarme y pasar revista a las pantallas para ver a qué dedicaban su tiempo de transporte, porque de esto estamos hablando, del aprovechamiento del tiempo muerto que supone el transporte en las grandes capitales, pero en la bancada donde yo iba, con el sube y baja del personal, pude comprobar que solo un par consultaron el correo o enviaron mensajes, el resto de mis ocasionales compañeros emplearon todo su tiempo en jugar, sí, en jugar con esos machacones y obsesivos jueguecitos que traen los teléfonos o que se descargan con una aplicación.
En fin, lo de los tejanos me lo tome como la constatación de la evolución en el vestir, promovida seguramente por el precio y durabilidad de la ropa, de las clases llamadas populares y no me parece que sea motivo de meterse a divagaciones sociológicas sobre la actual dictadura del tejano en nuestra vida cotidiana. Sí en cambio lo de los teléfonos, eso sí que me parece que es para echarse a temblar pues, en relación con la anterior urgencia lectora de los viajeros, denota una deriva hacia la estulticia que al final conduce hacia la formación de sociedades inanes y descerebradas, fácilmente manipulables por los formadores de la opinión pública, los maravillosos medios de comunicación social. En fin, que no vamos bien, de hecho vamos como vamos y ello se ve en cómo va el país.
Lo dejo para no caer en derivas depresivas.
Octubre 2015
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