Sube el pan
Hace unos años tuve la fortuna de pasar un par de meses en
Tánger, una ciudad maravillosa desde cuyo extremo, en el cabo Malabata, parece
tocarse España con sólo extender la mano. Podría escribir docenas de páginas
sobre ese lugar increíble pero me arriesgaría a hacer el ridículo teniendo en
cuenta los muchos y buenos escritores que ya lo han hecho en el pasado. Me
atreveré, no obstante, a recordar algún detalle que hoy viene al caso.
Mi estancia tenía como justificación hacer un curso de árabe.
Todas las tardes me desplazaba en taxi compartido a un barrio del interior
donde yo era el único alumno que no llevaba chilaba, lo que, unido al hecho de
que no acudiese en el descanso de la tarde, coincidente con el rezo, a la casi
aneja mezquita, hacía que el resto me mirase cuanto menos con extrañeza.
Entre los compañeros de clase, muy pocos, tenía a un
futbolista francés de origen antillano, de raza negra y recién retirado;
converso reciente también y cuya esposa acudía a las clases de la mañana
embutida en un niqab que no ocultaba la escultural figura que corresponde a la
chica de un futbolista que se precie. También, en la mesa de delante, y medio
tapándome la pizarra con su gran volumen, se sentaba un rubicundo galo de
ventipocos años que hacía gala, el que más, de un acendrado fervor islámico
que, aparentemente, había trasmitido también a su joven mujer; una menudita francesa
nieta de un republicano español que parecía encogerse cuando su marido hablaba.
Era un cuadro aquella clase y el espectáculo a la salida aún más.
El caso es que algunas mañanas acudía al mercado de la
medina, en la parte alta de la cuidad. Una maravilla de colores en sus puestos
de verduras, especias o aceitunas; y también en la gran pescadería, cuyo
muestrario y precios me hacían casi llorar recordando la vieja pescadería
municipal de Gijón, cuando se compraban los oricios a un duro la palada. Qué
tiempos.
En todas las salidas del mercado hay un puesto de pan. Un
pan, el marroquí, que se presenta en forma de rodela planita, dos centímetros de
grueso y como de palmo y medio de diámetro, con una consistencia mórbida y
suave que lo hace simplemente espectacular, y además es la base alimenticia de
la mayor parte de la población que, además de ingerirlo, lo usa como utensilio
de mesa. Es el pan la clave de la paz social en el norte de África, y del resto
del continente también.
En otros lugares africanos se prepara como tortas de masa
fina que se pega a las paredes del hornillo cilíndrico hasta que, segundos más
tarde están listas para sacar. En otros son tortitas más pequeñas que se hacen
sobre la plancha metálica sometida al fuego; en otros, más humildes, es la
brasa de la hoguera la encargada de preparar el sacrosanto pan. En todos los
rincones es el pan la base alimenticia.
El pan africano es quizás el elemento político por
excelencia. Allí siempre hay penuria, y no entraremos a dilucidar de quien es
la responsabilidad actual o la histórica que no corresponde a esta tribuna,
pero el caso es que cuando el pan sube se incrementa también, en igual o mayor
proporción, la inestabilidad política del gobierno de turno, con independencia
de si este es un país islámico, cristiano o animista. Sube el pan y llega el
peligro.
Hacia el 2008 se hicieron célebres las conocidas como
Revueltas del pan que dieron lugar en algunos lugares a lo que se llamó la
Primavera árabe. Un espejismo pronto reconducido por las élites de casi todos
los países, pero que metió el miedo en el cuerpo a sus dirigentes, que hoy, en
la mayoría de las naciones cuidan con todo el esmero posible el suministro de
pan, o de harina, a precios subsidiados que mantengan la tranquilidad de sus
poblaciones. Pero Ucrania puede cambiarlo todo.
De las orillas del mar Negro, ucranianas y rusas, procede una
gran parte de los suministros mundiales de trigo, maíz y girasol. Unas
producciones que la Invasión va a cortar, ha secado ya, en gran parte; y el
precio de estas materias, cuyo mercado está en manos de multinacionales como
Cargill, Dreyfuss o Glencore, ha iniciado una subida que supera en su pendiente
de forma clara a la del petróleo y el gas, mucho más seguidos por la prensa por
afectar directamente a nuestras calefacciones, vehículos y bolsillos, sin darse
cuenta de que el pan acabará también por impactarnos, aunque tarde un tiempo y
sus consecuencias lleguen en patera.
Sube el pan cuando en el Cuerno de África se sufre una de las
mayores sequías históricas, aunque poco se hable de ello. Sube el pan cuando en
Oriente medio, además del Estado islámico, que ahí sigue, el cambio climático
produce unas tormentas de arena de intensidad y frecuencia dignas de plaga
bíblica, y que a nosotros nos llegan en forma de calimas y lluvias de barro.
Sube el pan cuando el yihadismo hace estragos en todo el cinturón saheliano
provocando el pavor, la hambruna y la muerte en las poblaciones más
desfavorecidas del continente. Sube el pan cuando en muchos países del golfo de
Guinea se acercan elecciones, elemento generador de inestabilidad por
excelencia en esos países. Sube el pan.
En las directivas nacionales de seguridad de todos los países
europeos puede encontrarse referencias a las migraciones masivas descontroladas,
de las que hace unos años tuvimos una muestra en las costas turcas y griegas a
las que llegaban en masa los refugiados sirios. Unos hechos que darían lugar a
la creación en tiempos brevísimos de una nueva agencia europea, Frontex,
encargada de velar por la integridad y seguridad de nuestras fronteras, y que
no acaba de entrar en eficacia, por cierto.
Sube el pan en España, pero como todo sube es posible que el
fenómeno pase más desapercibido de lo que eso supone en África. Sube el pan
pero en Asturias importa más el precio de la sidra, o de la ración de gambas en
Huelva, o la ración de pulpo en Galicia. Sube el pan y empiezan los problemas.
Raúl Suevos
A 4 de mayo de 2022
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