Solidaridad a la catalana
Fue el de 1832 un año importante para Cataluña. Inglaterra
decidió abrir sus fronteras a la exportación de máquinas de vapor y de mano de
obra especializada lo que dio pie para asentar las primeras industrias textiles
en las cuencas del Ter y del Llobregat; una industria que, hasta entonces, se
había dedicado a la estampación de piezas importadas. Fue una revolución, en
muchos sentidos.
Aquella industria necesitaba de capitales que la sostuviesen,
y allí estaban, llegados de los beneficios de la trata de esclavos con Cuba y
de la venta de brandy a los países del norte europeo. Era un panorama casi
perfecto, y, cuando el carbón importado resultó caro, no resultó difícil pasar
al sistema hidroeléctrico para mover la maquinaria, cada vez más moderna y
potente.
Sin embargo, los textiles ingleses seguían siendo mejores y
más baratos; también los tejidos de lino que una asentadísima industria gallega
producía. Y ahí entró en juego el arancel, el famoso arancel que ya desde 1820
grababa los productos textiles extranjeros y que en el 42 volvió a
actualizarse, para agravio de los británicos y ruina de los gallegos, que de
región pujante pasó a ser productora de emigración, especialmente a América,
pero también a Cataluña, que necesitaba brazos para su industria.
Hoy ya no hay aranceles, salvo los europeos, y los países y
sus regiones se desenvuelven a cara de perro. Unos con colmillos más afilados
que otros, y, en esta oportunidad, el can catalán desgasta los suyos con el
hueso del independentismo, perdiendo de vista el progreso y mejora de vida de
sus ciudadanos. Es una constante la lluvia, no aquella que llega del cielo,
sino la de datos negativos en todos los órdenes, los sociales y los económicos
preferentemente.
Ese nacionalismo excluyente es el que estaba detrás de Pascual
Maragall cuando se negó a realizar un trasvase de agua al País valenciano; sus
votantes, debió pensar, no se lo perdonarían. Es el mismo nacionalismo que
detrae caudales para embajadas en lugar de construir las desaladoras previstas
hace años, y hoy tan necesarias; es el mismo que no quiso compartir candidatura
olímpica con su vecino Aragón. Es insolidario fundamentalmente.
Ahora el cambio climático, ese que algunos, posibles
terraplanistas, aún niegan, pero que avanza inexorable y con especial
virulencia en el noreste español, manda. Allí no llueve desde hace mucho,
muchísimo, y esas cuencas del Ter y Llobregat, antes capaces de alimentar
aquella industria textil, hoy ni siquiera pueden asegurar el agua de boca a la
gran metrópoli, menos aún a los millones de turistas que anualmente llegan a la
zona, ni a los miles de granjas
porcinas, o al campo catalán.
Ahora esperan solidaridad.
Raúl Suevos
A 8 de febrero de 2024
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