El acontecimiento del día (I)
En Marentes, Íbias, los días del verano, llenos de actividad,
tenían sus rutinas. La gente menuda de casa pasábamos la mañana en el prado con
las vacas, supuestamente en función de vigilantes, hasta que la más veterana de
la cuadra decidía que ya estaba llena y que no quería seguir aguantando a las
moscas; y todos, niños y ganado, la seguíamos camino del pueblo.
La tarde se dedicaba a cualquiera de las labores del caserío,
entre las que llevar a beber al caballo era una de las más apreciadas,
con tanto de galope a pelo y ocasionales descalabros que nunca llegaron a
convertirse en tragedia. Tras la merienda quedábamos libres para irnos a juntar
con el resto de coetáneos, tan libres y felices como nosotros mismos.
La caída de la tarde marcaba el punto culminante del día, el
acontecimiento diario, con la llegada del coche de línea que venía de Cangas
del Narcea, casi el único vehículo que transitaba por aquella carretera sin asfaltar,
tras haber franqueado sin novedad el mítico puerto del Connio a través de la
selva de Muniellos.
En pos de ella, tras entrar por la Pena, corríamos como si se
nos fuese la vida, hasta el Barrial, donde descargaba viajeros, pocos, y
correo, antes de volver hacia San Antolín, donde pasaría la noche. Sin
resuello, esperábamos la apertura de la puerta que casi siempre nos dejaba con
la única visión de la entrega de la saca al cartero, que allí la esperaba.
Después el rito seguía con los cien metros de caminata hasta
la casa de Segundo, el de correos, donde comenzaba la letanía de la lectura de
los receptores, muchos, en aquella época en la que el pueblo estaba pujante de
familias y aún llegaban cartas de los que ya habían emigrado, incluso de
América. Y aún quedaba lo mejor.
El periódico de José de Peña, un personaje misterioso para la
gente menuda. Alguien que había vivido fuera del valle y había vuelto. Alguien
que leía todos los días un periódico que le llegaba puntualmente en el coche de
línea. Alguien que, cuando abría la boca, aunque no le entendiésemos, nos
dejaba a los niños convencidos de que algo importante había dicho. Todo por un
periódico llegado con el correo.
En aquella época apenas llegaban allí las ondas radio, y
tampoco había tiempo para escucharlas. Leer un periódico diario presuponía en
aquella persona un estatus intelectual descomunal. En el caso de José de Peña,
además, se decía que tenía libros en casa, lo que, para los niños, lo ponía en
cierto modo bajo sospecha.
Hoy nada queda de todo aquello, ni en Íbias ni en los
sistemas de comunicación pública. Hoy casi no quedan lectores de periódicos.
Raúl Suevos
A 15 de diciembre de 2022
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