El silencio y el rugido

 

Se acaban las Olimpiadas parisinas, tan esperadas tras la tragedia que representó el Covid para los nipones, y a mí me queda un cierto regusto amargo de la experiencia, que, como en ocasiones anteriores, he tratado de seguir con especial atención a los deportes primigenios, es decir, al atletismo.

De la actuación española, en su conjunto, diría que fue lo esperado, es decir, inferior a lo que una nación de nuestra envergadura económica y poblacional podría hacer, y es que, debemos reconocerlo, no podemos ser, según nuestro propio criterio, el país donde mejor se vive del mundo –nos va la marcha- y, al mismo tiempo, encontrar suficientes jóvenes dispuestos a sacrificar los mejores años de su vida sumergidos en una disciplina férrea y casi monacal, salvo que se trate del futbol, o de los deportes, digamos, profesionales, ahí ya es otro cantar. En fin, habrá que seguir esperando la surgencia de individualidades, como siempre.

Paris se olvidará pronto. Faltaba un objetivo desde el principio, y la ceremonia de inauguración vino a confirmarlo. Nadie sabe qué es lo que se quería trasmitir, y todo ello a costa del protagonismo de los participantes en el estadio olímpico, como siempre, como ha vuelto a ser en la clausura. Si se quería presentar Paris, cabrá decir que se trataba de una estupidez, pues la ciudad no necesita presentación, y sus vistas quedaron mejor en las pruebas que en ella se realizaron que en la propia inauguración, toda ella impregnada de un mensaje, en el mejor de los casos, incomprensible, y en el peor, iconoclasta y falto de estilo, precisamente en Paris. Ye lo que hay.

Al final queda el estadio, como siempre, y los records. Un estadio que buscaba un héroe, quizás el remplazo de Usain Bolt, que no pudo ser, o tal vez lo sea esa Beatrice Chebet, la keniata capaz de ganar las dos pruebas del fondo, el 5000 y el 10000, aunque no sea tan atractiva, por mujer y africana, para el mundo de las grandes marcas deportivas; si bien es probable que para el recuerdo quede la singladura aérea de ese gondolero de la pértiga que es Mondo Duplantis, tan rubio, tan juvenil, tan como despistado; es ideal, y él será, posiblemente, el héroe.

Pero los 80.000 espectadores nos dicen otra cosa, mediante su silencio al inicio de las pruebas, un silencio más profundo cuanto más corto es el espacio, y que llega al quietismo casi absoluto cuando llegan los cien, la velocidad total, para estallar en un rugido bestial que dura los menos de diez segundos de la carrera. Eso y los tres cubanos, ahora europeos, que se llevan las medallas del triple salto.

Paris, c’est fini.

Raúl Suevos

A 11 de agosto de 2024

Traducción en llingua asturiana en abellugunelcamin.blogspot.com

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