Tarde de toros
Es una cita que me pongo como obligatoria en el calendario.
Al menos una corrida de la feria de Begoña en Gijón, y si es posible alguna
más. Y este año tocó el sábado visitar la hermosísima plaza, añeja ya de más de
130 años y con casi 10 mil asientos.
Mis conocimientos taurinos han sido siempre precarios, pese a
que desde niño mi padre, que en un lance singular llegó a finiquitar un toro
que Palomo Linares fue incapaz de lidiar y hubo que devolver a corrales, me
llevaba con él a la plaza todos los años. Algo que, por cierto, no me produjo
traumas infantiles, más allá del humo de tabaco que entonces se consumía en
grandes proporciones en los tendidos, a diferencia de lo que hoy pasa.
El caso es que, como aficionado de tercera, presto atención a
los detalles más allá de la propia lidia. Por ejemplo los aledaños de la plaza,
con cierre de calle e instalación de terrazas, donde se concentran grupos y
pandillas de aficionados para comer, e incluso tomar el primer cacharro antes
de entrar al coso. Allí se ven miembros de peñas, distinguidos con sus
pañuelos, y en general gente arreglada, bien vestida, a la manera de antes.
Quizás de ahí la inquina que la izquierda “progresista” le manifiesta a los
toros.
En la plaza, entre algunos puros y pertrechados de vasos de
plástico con potenciadores de la hermandad y la simpatía, el personal se va
preparando para el inicio, que llega con un “Gijón del alma” a cargo de la
Música, supongo que por aquello de su condición de himno no oficial de la
ciudad, aunque yo hubiera preferido la Marcha de Granaderos, para hacer juego
con las banderas nacionales que adornan el ruedo.
Desfilan las cuadrillas y resto de personal, y, tras dejar
los capotes de paseo, comienza un ritual de estiramientos con posturas, para la
mayoría de los asistentes imposibles, que recuerdan la pista de calentamiento
de la recién acabada olimpiada, e incluyen a los picadores en su puerta con
ejercicios que asemejan a los lanzadores de jabalina, pero que, supongo, además
de la parte muscular, tratan de distender los apretadísimos trajes. Cada
cuadrilla, Morante, Manzanares y Ortega, ocupa su parte en el callejón.
En los tendidos se mueven los abanicos, hace calor, y,
puntual, un impertinente orpín, que crecerá a orbayo, y se mostrará pertinaz en
su viene y va, llega para refrescar a los lidiadores, que generalmente cumplen su
cometido bajo un sofocante sol y temperatura en la mayoría de las plazas de
España.
De las faenas, con algún extemporáneo Viva España, y bronca
por un feísimo animal que se vuelve a corrales, apuntar que Manzanares se llevó dos orejas en
su primero, la segunda sustentada en el fervor femenino, y Morante, al que el
público apreciaba notoriamente y realizó dos faenas muy bonitas, falló con la
espada y ofreció un espectáculo un tanto chusco corriendo tras su segundo
bicho, de capa canela y muy hermoso, pero al que debió llegarle noticia en los
toriles de los tres terroríficos pinchazos que había recibido su hermano de
mano del diestro, y llegado su momento no hacía más que escaparse de su
anunciado final, llevando al maestro sin resuello trotando en torno al anillo, lo que no le impidió fumarse un puro seguidamente.
Llegado aquí, la suerte final, siempre me vienen los
animalistas a la cabeza, esa cabeza en el pasado formada con la Paideia que
inventaran los griegos, y en la que había cabida para Perseo y su Minotauro, y
que hoy se llena de tiktok y substancias varias, y que parece condenar a nuestro
Uro nacional a la desaparición, aunque en Gijón, ayer con cuatro quintos de
entrada, por lo bajo, aún se intenta proteger a este hermosísimo animal,
dándole una vida y una muerte artística y gloriosa.
Raúl Suevos
A 18 de agosto de 2024
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