Tarde de toros en Gijón



Siempre me han gustado los toros, desde pequeño, desde que mi padre me llevaba durante la feria de Begoña. Me gustaba aunque no entendía casi nada, solo recuerdo las discusiones que se montaban entre los amigos de mi padre, entre nubes de humo de puros. Apenas me quedan unas imágenes vagas de el Cordobés, Palomo Linares y curiosamente del Platanito, al que conocí hace unos meses en el Pardo vendiendo lotería y con un humor a prueba de cualquier contingencia.
En los últimos años he ido a los toros cuando se ha cruzado la ocasión. Me gusta el toro, el animal, al que considero como algo totémico, como muchos españoles creo, lleno de fuerza, con una estética que supera a la de cualquier otro animal y que, con el lince ibérico, es probable que represente la esencia de la naturaleza animal de la península ibérica. Sin olvidar al oso pardo asturiano, claro.
Hay más cosas en la Corrida aparte del toro, empezando por el torero, sin el que no es comprensible la fiesta. Entre los dos conforman, ayudados por las cuadrillas, una coreografía que siempre conduce a un final dramático con la muerte del astado. En torno a este acto final encontramos el espacio físico, la plaza y el público, ambos parecen fundirse en un único elemento, sobre todo cuando está llena y vibra y siente como un ente con personalidad propia. Además de lo anterior, la música, que complementa, habitualmente, el conjunto, dándole ese especial remate artístico al baile que se desarrolla en la arena, y como superestructura, invisible para el aficionado ocasional pero dominando toda la escenografía, el reglamento taurino, responsable de dotar a la fiesta de una solemnidad oficial de la que carecen la mayoría de de las actividades de masas a las que podemos asistir.
Este año me he apuntado a la que parecía la mejor opción, Morante, Castellá y Manzanares. Dos amenazas acechaban, un pronóstico pésimo de agua y los antitaurinos, muy beligerantes en Asturias. Hasta el último momento la tarde apuntaba a lo peor, con nubes cargadas de agua llegando  por el oeste, y con el sol picando fuerte, lo que auguraba el diluvio.
A la entrada del Bibio, así se llama la plaza de Gijón, el gentío se apresuraba comprando las últimas almohadillas –forma parte ineludible del rito lo de comprar las almohadillas- antes de entrar en el edificio, todo encalado salvo los contornos y ventanales enmarcados en ladrillo rojo. Encima de la puerta principal una cabeza de toro en bronce parece homenajear al nobilísimo animal.
Una vez dentro, y tras aprovisionarnos de unos obligados gin-tonics, entramos al tendido. Aún queda mucha gente por sentarse y eso me da ocasión de observar al personal. Ellos informales, pero en el tendido de sombra donde nos posicionamos, todos van bien puestos, apenas camisas por fuera y mucho menos bermudas. Ellas casi para una boda, muy bien vestidas, algunas llamativamente vestidas, luciendo su moreno y esperando ser vistas y saludadas por unos y otros. Algunas, sobre sus inverosímiles tacones, luchan por no caerse en las estrechas escaleras mientras los varones del tendido bajo lanzan fugaces miradas al espectáculo que se ofrece. Muchas saben que serán evaluadas. Casi todos se conocen.
La plaza, si bonita es por fuera, por dentro es superior, pequeña, no es una gran plaza, tiene las gradas y vomitorios en piedra arenisca, muy bien conservado todo pese a su más que centenaria existencia. La parte de los palcos está sustentada por columnas de hierro fundido, esbeltas y  con unos pequeños adornos florales que las hacen muy artísticas, con todo el entramado de vigas que sustenta el tejado y los palcos al descubierto, todo ello le da un aire señorial y familiar a la vez. Solo unos altos edificios vecinos vienen a estropear la vista del espectador, pero de eso no tiene culpa la plaza.
Empieza la corrida con el paseíllo de todos los intervinientes, desde los toreros hasta la cuadrilla de mulas, supongo yo que su justificación se encuentra en la revista que el Presidente, ya instalado en su palco, tiene que pasar a todo el conjunto antes de dar su visto bueno para el inicio del festejo. Hoy los toreros van dispares, Morante de la Puebla de azul y oro, muy engallado luciendo sus enormes patillas, parece decidido a cuadrar un gran faena. Veremos. Después, Sebastián Castellá, castaño y oro, parece más humilde en su actitud aunque destaca por altura y aspecto físico. Cierra Manzanares, de negro y azabache, supongo que de luto por su padre.
Con el primer toro yo me enciendo mi Bahike de Cohíba en homenaje a mi padre y a Cuba. Un año llevaba sin fumar y la experiencia, desde su inicio, resulta más que gratificante. Buen lugar, momento y cigarro que parece haber encontrado en el clima asturiano las condiciones ideales para mantenerse en el tiempo como cuando las hojas salieron de Vuelta Abajo, en Pinar del Rio. Morante está volcado y se luce con algunos pases de esos que los entendidos califican como artísticos. En nuestro entorno próximo se cruzan comentarios sobre la lidia y los más ínfimos detalles. Solo en el futbol se encuentran más entendidos por metro cuadrado que aquí. Lo hace bonito y solo la media estocada le roba la segunda oreja. Me queda como incógnita el porqué del concierto de Aranjuez que la banda de música le dedica en mitad de la faena. Me parece un poco triste como acompañamiento.
Con Castellá el cielo, que ya estaba lacrimoso, rompe a llorar, primero suavemente y al minuto, con desespero, un pequeño diluvio y desbandada general, salvo unos pocos precavidos, entre los que nos apuntamos, que han venido preparados con impermeable o paraguas. La faena, como no podía ser de otra manera, hace aguas, aunque unos últimos lances arrancan generalizados olés lo que, junto con el cese del riego, hace que el personal intente recuperar el sitio pero, topamos  ¡ay¡ con el reglamento, no se puede entrar al ruedo durante la lidia y en el vomitorio que hay junto a nuestro asiento vemos como un hercúleo policía se planta en cancerbero amenazante para aquellos más ansiosos por recuperar el puesto. Bien hecho.
El siguiente es Manzanares, sin duda el más guapo en opinión de las damas más próximas a nuestra posición, y también, observan, más alto que en la tele. El cielo parece querer homenajear tanta guapura y deja de nuevo que el sol, con mucha timidez, se asome un poquito, lo que da impulso para que el muchacho, que había empezado muy flojo, se anime y nos regale unas cuantas series de muletazos, a mi entender no tan bonitos como los de Morante pero que, igualmente, desatan los olés del público. El final, con una profunda estocada, desata los aplausos pero el toro se agarra a la vida con desespero y los dos minutos de agonía parecen no tener fin. Con su muerte se desata la pañoletada pero el Presidente, prudente, solo concederá una oreja. Creo yo que en tanto fervor del respetable había un poco de influjo de la revista Hola.
El segundo de Morante mostró enseguida que traía peligro y poca bravura, buscando el bulto, vamos, el torero. El torero, mucho antes que nosotros, se dio cuenta de que había poca faena y por ello, tras los tiempos mínimos, y el trasteo imprescindible, le dio pasaporte. El director de la banda de música se llevó un corte por parte del patilludo cuando, inoportunamente, inició un pasodoble en medio de la faena, muy defensiva por parte del lidiador.
Para Manzanares tampoco fue mejor la cosa en su siguiente turno, culpa suya o del toro, o de ambos, remató con un pinchazo y descabello y se fue dejando la competición abierta a la espera de lo que le tocase en suerte a Castellá en el último de la tarde. Este último, en cuanto salió, dejó ver un mundo de posibilidades para la lidia, y si yo lo vi, mucho antes el torero que, rápido de reflejos, brindó la faena al público. Grandísima faena que empezó con una pica muy ligera, supongo que para que el toro no se viniese abajo, y siguió con varias series de diferentes  pases y remates. El público estaba entusiasmado y, para cerrar la lidia y la tarde, final con formidable estocada que le vale al torero un par de orejas y salida a hombros, y al toro también una vuelta al ruedo muy aplaudida por el público aunque el homenajeado no la apreciase.
Después salida del coso con consiguiente saludo a diferentes amigos y conocidos porque, no hay que olvidarlo, todo lo social tiene un antes, un durante, y un después, y todos ellos son importantes y no deben ser descuidados.
Esto de los toros, la Fiesta, merece un comentario, aunque me busque la desaprobación de más de uno pero no me apetece pasar por encima con ligereza cuando el asunto se pone cada día más caliente en el país. Tenemos por un lado la cuestión nacionalista que hace que en algunas comunidades o localidades, por razones fundamentalmente políticas, se prohíban los toros y así nos encontramos que, cuando cambia el poder político, como en San Sebastián recientemente, lo que antes estaba prohibido vuelva a retomar el sitio que durante siglos tuvo. Pero no es serio aunque, si tenemos en cuenta que en algunos casos hasta la historia se cambia, no debería sorprendernos esta actitud política hacia el toro.
El otro problema lo forma el creciente movimiento antitaurino, crecientemente intolerante y con tendencias fascistoides que se plasman, por ahora, en el acoso a los aficionados taurinos pero que, como algunos fundamentalismos, puede tender fácilmente hacia los comportamientos violentos.
Esta última parte es la que me incomoda, por lo que toca a las autoridades, pues si bien el derecho a manifestarse es un derecho fundamental no me parece a mí que sea compatible con el acoso a los que libremente van a los toros. Recuerdo hace unos años, en Zaragoza, cuando los partidarios de la bicicleta se manifestaban, en pelotas sobre sus bicis, ordenadamente, por el centro de la ciudad. No me consta que nunca llegasen a cortar el tráfico y hoy Zaragoza cuenta con una tupida red de carriles bici. No es cierto que la violencia, sea verbal o física, acorte los plazos o los caminos, a veces los hace imposibles por provocar el efecto contrario.
Por otra parte, la parte animalista de los antitaurinos, creo yo que va un poco equivocada pues el toro de lidia es, como el caballo de raza inglesa, una raza producida por los criadores de toros, que sin duda desaparecería con la desaparición de la fiesta ya que cualquier raza vacuna es más interesante económicamente hablando si buscamos producción de carne o de leche. Así que el favor que le harían al toro sería el de su extinción como especie. Con él caerían también las dehesas donde se crían y que con su ausencia perderían su razón de ser económica, supongo.
Qué decir del aspecto económico de la Fiesta sobre el que ya se ha publicado varios artículos o estudios. Seguramente el torero es el que más se lleva pero a mí, su trabajo, no me produce envidia económica y sí admiración, sí, admiración porque esa capacidad para conjugar el riesgo máximo con la estética con la que se lleva a cabo nunca me ha parecido excesivamente pagada. Y detrás de ellos, el torero y el toro, queda todo un entramado económico que afecta a muchas familias. Y me parece a mí que no estamos para dispararnos en el pie, ¿O sí?
Por cierto, supongo yo que todos estos antitaurinos serán veganos absolutos porque todo este amor por el pobre toro no creo que sea compatible con la muerte del bonito del Cantábrico asesinado por esos pérfidos pescadores asturianos, ni tampoco me los imagino comiendo el asqueroso foie de ganso sabiendo la tortura a la que son sometidos por maquiavélicos criadores franceses. No hablemos ya de los criadores de cerdos, pollos, truchas, etc. etc. En fin, que me parece que no son más tontos porque no se entrenan.
Con la corrida ya acabada volvió el agua y con ella desapareció la oportunidad de un segundo gin-tonic y un segundo cigarro en las terrazas del puerto. Será el año próximo, Dios mediante.
Gijón, agosto de 2015

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