El apaciguamiento
El conocido como periodo de entreguerras, entre las dos
guerras mundiales, fue un lapso de tiempo aciago en el que la mayoría de los
cuadros dirigentes del mundo eran conscientes de que algo terrible y nefasto se
estaba fraguando, y para el cual ninguno de ellos contaba con suficientes
herramientas para impedirlo.
Todo comenzó con los contradictorios Tratados de Versalles,
en los que el presidente yanqui, Woodrow Wilson, impuso sus teorías –los 14
puntos- sobre la resolución de conflictos y la autodeterminación de los
pueblos. Unas teorías para las que el mundo no estaba preparado –aún hoy no lo
está- y que llevarían a un desastre todavía peor que el de la Gran Guerra.
Si tras las guerras napoleónicas se entendió que no se debía
machacar a Francia, en Versalles se decidió acabar con Alemania políticamente,
pero su potencia social, industrial y económica era tal que, poco a poco, ya
desde la dirección de un prematuramente desaparecido Stresemann, los tratados
firmados en Versalles entraron en decadencia.
En Locarno, en 1925, empezó el desguace, pero sería ya con
Hitler en la cancillería cuando todo se aceleró. Exactamente con la ocupación
por la Wehrmacht de la Renania desmilitarizada en 1936 sin que las potencias
alzasen una ceja. Fue la señal para que Adolph se percatase de que la Policy of appeasement, liderada por el británico
Neville Chamberlain y bendecida por la Sociedad de Naciones, era una carta de crédito para hacer lo
que quisiera. La unificación con Austria, el
Aunschluss, se hizo sin impedimento alguno; seguiría la ocupación de los
Sudetes, también amparada por la autodeterminación de los pueblos de Wilson, y
tras ella el resto de Checoslovaquia. Para cuando empezó a reclamar el pasillo
de Danzig, hoy Gedansk, aunque tarde, toda Europa se estaba rearmando.
En 1939 invadiría Polonia, iniciando así la Segunda Guerra
Mundial y con ella un periodo trágico para el mundo, y en todo este recorrido
algunos elementos parecen premonitoriamente coincidentes con la actuación de un
Vladimir Putin que alcanza el poder en Rusia tras la desintegración de la URSS
y el convulso mandato de Yeltsin, caracterizado por la privatización salvaje de
la propiedad estatal y la falta de fundamentos democráticos en el sistema
político.
Osetia del Sur y Transnistria fueron
los primeros pasos en el camino, tras la sangrienta recuperación de Chechenia
en 1999, y la tibia respuesta de Occidente y las NNUU recordaron el
apaciguamiento de los años 30. Siguió la anexión de Crimea en 2014 y el
levantamiento –inducido- en el Dombás, respondido por unas cuantas sanciones
que no le desanimaron; al contrario, su discurso victimista, de acorralamiento
por parte de la OTAN, fue reforzado, seguramente en preparación del paso
siguiente, la invasión de Ucrania.
Putin, que no alcanza a ver que la gran
beneficiada de todo esto es China, tiene que ser derrotado, y Rusia sancionada
y mantenida en el limbo internacional mientras él esté en el poder: No cabe
otra posibilidad para recuperar el equilibrio y la paz en Europa, de lo
contrario serán los desastres de la guerra los que nos aguarden a todos a la
vuelta del camino.
Raúl Suevos
A 23 de abril de 2022
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