Terapias de café
Suelo acercarme con cierta frecuencia a media mañana a un
café cercano a casa, de los de antes, de esos con alto porcentaje de parroquianos
diarios, o clientes sistémicos; veceros los llamaríamos en Asturias. De esos
que mantienen una confianza de años, complicidad, con el guardián de la barra,
que suele ser el dueño.
En mi rutina me acomodo en una esquina, donde leo uno de los
periódicos de la casa mientras disfruto de ese café preparado con mimo en una
vieja máquina italiana, de esas cada vez más difíciles de ver. Desde allí,
apenas concentrado en la miseria de la política nacional, no puedo evitar
observar y escuchar el grupo de señoras mayores que ocupan un par de mesas en
frente de mi posición.
Preside una señora, muy limitada en su capacidad visual, si
es no que no es ciega total; la acompañan dos o tres colegas dependiendo del
día, alguna con su asistente correspondiente de origen hispano americano; y en
ocasiones también se ayudan de una silla andadora para las que tienen su
movilidad mermada.
Al lado de la señora presidente, en ocasiones, se sienta un
señor de fisonomía particular. Parece un motero de esos de peli yanqui. Chupa
negra, tejanos negros, botas negras, camiseta negra, pelo cortado a lo marine,
con sienes transparentes, y cadena colgando de un lateral del pantalón. A veces
le acompaña un preadolescente con la misma pinta, y aire de adorar a quien
parece su padre.
El tipo duro, que suele pedir a voces una cerveza, resulta
ser el hijo de la señora de precaria vista, y tras esa fachada, que pertenece a
un conductor de la recogida de basuras nocturna, se esconde una persona de una
ternura extrema, tanto con su madre, como con su hijo, o con las amigas de la
primera. Un tipo con unas características humanas sin duda de grado superior,
pero que los prejuicios que casi siempre llevamos encima, como si de una
mochila imposible de descargar se tratase, hacen que, en la mayoría de las
oportunidades, no lleguemos a percatarnos de la calidad personal de estos personajes.
La simple llegada del individuo suele ser motivo suficiente
para que la tertulia femenina cobre un impulso inusitado, con mayor revuelo
conversacional y en el que las risas suelen ser un elemento que no falta, y,
aunque enfrascado en la lectura de mi periódico no alcanzo a enterarme de las
importantes cuestiones que allí tratan, no me cabe la menor duda que el
aparente motero, del que ignoro si tan siquiera tiene moto, es un artista de la
sociología femenina, al menos para estas señoras que toman su café mañanero en
el local de mi barrio. Ye lo que hay.
Raúl Suevos
A 1 de abril de 2024
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