La posguerra
Siempre he pensado que la Crimea que Potemkin entregó a Catalina la Grande, y el puerto que en Sebastopol construyó para la flota de Rusia, eran la principal apuesta de Putin en la terrible y sangrienta partida que comenzó a jugar hace ya un mes largo. Las regiones del este ucraniano votaron la independencia por un 87% en 1991, pero en Crimea, pese a la euforia del momento, el voto afirmativo sólo alcanzó el 52%. Y es que la historia tiene un gran peso, pero la geopolítica aún lo tiene más grande. Hoy Rusia ya ha hecho saber a los ucranianos que Crimea es innegociable. Sin ella, conviene no olvidarlo, pierde su histórica salida al mar Negro y al Mediterráneo, y, al mismo tiempo, el estatus de potencia, pues la base siria de Tartús no serviría para nada. El regalo de Kruschev a Ucrania, desde la visión de una indisoluble Unión Soviética, debe volver a Moscú, y mientras esto no se aclare es muy difícil que la situación llegue a resolverse. El Dombás, pese a la sangre que ya ha costad