El Tour en el Stella Maris
Casi desde que recuerdo el Tour es para mí una cita poco
menos que religiosa en mitad del verano. A Bahamontes lo conocí a través de la
radio, antes incluso de empezar las sesiones de catecismo previas a la Primera comunión.
Después vino la televisión, que en aquel Gijón en pleno Plan de estabilización
era cosa de muy pocos en su casa, y de algunos bares para la mayoría.
En mi caso la pantalla, en blanco y negro, tamizada por el
humo de los fárias, los ruidosos comentarios, los carajillos, y las copas de
Veterano, estaba en el Stella Maris del Musel, donde mi padre, algunas tardes,
no todas, me llevaba a ver a un Anquetil en pleno apogeo. Allí contemplé, creo
recordar, la muerte en directo de Tom Simpson en las cuestas ardientes del Mont
Ventoux, convirtiéndose, anfetaminas mediante, en un precursor de lo que
vendría después y que hoy conocemos como Doping.
El Tour es como un rito veraniego para mí, con el odio
perenne de mi mujer que tiene que adaptarse a este, para ella, antojo que
denota deportivas frustraciones juveniles. Ye lo que hay, aunque este año, por
primera vez en mucho tiempo, he dejado, conscientemente, de ver el Tour durante
unos días.
La vigente carrera, ahora discurriendo por el centro de
Francia, empezaba en el País Vasco, algo que su gobierno aprovecharía para
convertir esas tres jornadas en un aquelarre nacionalista, aunque ninguna etapa
pasase por Zugarramurdi. Decenas de miles de ikurriñas, esa bandera de raíces milenarias
diseñada por un protonazista, con el
verde con el que inconscientemente Arana homenajeaba las raíces bereberes de su
amado pueblo, fueron repartidas con el patrocinio del gobierno del PNV, aquel
partido que se dedicaba a recoger las nueces.
La Guardia Civil de tráfico, con mártires asesinados por ETA
mientras escoltaban ciclistas juveniles vascos, ya hace tiempo que dejó aquella
tierra con la connivencia del gobierno de España; ahora también Navarra. Por
ello no es de extrañar la ausencia de la Benemérita en las imágenes televisivas,
algo que se hace aún más evidente cuando en Bilbao pululan en gran número los
representantes de todas las policías francesas, incluyendo la Guardia
republicana, supuestamente dedicada a la seguridad presidencial y que no
alcanzo a entender que pinta aquí.
Son tres días en los que, salvo unos minutos para comprobar
el alcance de mis temores, no he seguido el Tour, que este año, con una menguante
presencia de ciclistas españoles, se presenta apasionante gracias a los dos
monstruos del momento, un danés que sube como si fuese colombiano, y un
esloveno todoterreno para el que la palabra rendición no parece tener
significado.
Raúl Suevos
A 9 de julio de 2023
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