Exaltación putinesca a la cubana
Mi primer Primero de mayo habanero fue en el 2011, y fue el
único que me tomé con un cierto nivel de interés, quizás por eso, porque era el
primero. Además se suponía que era una gran ocasión para pulsar la realidad del
país y, también y no menos importante, relacionarme con mis colegas.
El lugar que nos reservaban no estaba mal, en principio. En
la tribuna principal, justo debajo del palco superior, donde tras encabezar el
desfile tomaría asiento el propio Raúl Castro. Aunque antes de media hora uno
ya era consciente que allí, en la Habana, lo del cara al sol, era más un
castigo que un privilegio. En todo caso las vistas eran las mejores.
Lo del millón de participantes es algo de difícil
comprobación, aunque lo cierto es que eran muchos, muchísimos. Encabezaba el
asunto Raúl, que seguidamente subía a su puesto para presidir de uniforme la
primera parte, para una vez finalizado el paso de militares, quitarse la gorra
militar y colocarse un sombrero de paja de guajiro, mucho más práctico contra
el sol castigador que todos sufríamos.
Tras los milicos llegaban las organizaciones civiles, de
medio país, movilizando casi toda la flota nacional de autobuses. Con una
organización espacio temporal digna de admiración; tras la que se encontraba un
sistema de coacción, basado en el temor a perder el trabajo, combinado con el
premio en forma de bolsita con algún producto de los que siempre escasean en
Cuba, que daba como resultado esas masivas participaciones en el Primero de
mayo. La prensa estatal se encargaba del resto, sin temor a las redes pues
entonces internet apenas tenía cobertura en la isla.
El amo de Rusia, Putin, parece haber tomado nota del sistema
cubano, aunque como, por el momento, tiene más posibilidades económicas, él logra
una especie de mezcolanza entre lo cubano y lo norcoreano. Lleva, azuzados por
las empresas estatales, transportados por flotas de autobuses, y con el premio
de tazones de té y perritos calientes, a doscientos mil –dicen- fervientes
seguidores de sus políticas, que según cuentan algunas crónicas empezaron a
abrirse en cuanto se acabaron los perritos, al mayor estadio moscovita, para un
concierto de apoyo a las tropas rusas.
La parte norcoreana, en su aspecto coreográfico, aunque sin
alcanzar el nivel de la muchachada de Kim Jong-Un, venía con el flamear de
banderas rusas a la simple incitación del relator del evento, algo que alcanzó
su nivel de paroxismo con la aparición –imprevista- del amado líder. Universo
orwelliano del siglo XXI.
El caso es que no parece que haya un final claro. Los Castro
ahí siguen, los cubanos emigran, y los rusos deberían tomar nota.
Raúl Suevos
A 23 de febrero de 2023
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