Paseando Bérgamo
Se conoce como el bergamasco a una provincia de la región de Lombardía que tiene como capital la ciudad de Bérgamo. Es una pequeña región, o gran comarca, según cómo se mire, que se caracteriza por acomodarse en el sur de los Alpes italianos, entre los grandes lagos, con tanto de parque nacionales y vistas excepcionales, que allí les dicen vedute.
La capital se encuentra justo en el borde de esa zona montañosa y lacustre, con toda la Valpadana, la llanura del valle del Po, a sus pies. Una ciudad históricamente rica, con la parte antigua y fortaleza en lo alto de un risco desde tiempos de los romanos, quizás antes. Y que, pese a todo, a la mayoría apenas nos sonaría si no fuera porque cuenta con un magnífico aeropuerto con unas tasas muy bajas, lo que hace que muchas compañías aéreas de bajo coste lo incluyan entre sus rutas.
En tiempos pretéritos los bergamascos tuvieron que lidiar con las idas y venidas de los mercenarios suizos, turistas muy particulares, que unas veces combatían para los Sforza de Milán y casi siempre para los franceses de Francisco, aquel que sólo coincidía con el emperador Carlos en querer para sí la ciudad de los Visconti. Eran tipos duros y aguerridos, muy buenos combatientes, les iba el futuro de su tierra en ello, pues, a falta entonces de turistas y relojes, sus valles alpinos sólo daban para polenta y queso.
Como nosotros íbamos con Fernando el Católico primero, y más tarde con el emperador, que era un Austria, nuestros Tercios los combatieron a menudo, hasta que en Bicoca, hoy un barrio cultureta de Milán, les dimos tan fuerte que la cosa acabó en masacre, y dio pie para una frase que aún usamos en España, aunque la mayoría, que bien la emplea, desconoce su origen.
El caso es que, a los bergamascos, aunque hasta el Risorgimento tuvieron que sufrir diversos ocupantes, con especial cariño y recuerdo, es coña, para los austriacos, en la actualidad les van muy bien las cosas, tanto que este año son la capital cultural de Italia, y aquello está…abarrotao, que diría un dúo cómico de entrañable recuerdo. Aún así, nos atrevimos a visitarla.
A la cittá alta, es decir, la antigua, se accede, si se quiere, mediante un funicular de pago, y como los arboles y túneles apenas te dejan admirar las vistas, mejor pillar un bus de línea, más barato y con menos espera.
Arriba el conjunto no defrauda. El casco lo atraviesa un corso con todas las características de las ciudades medievales italianas. Empedrado espectacular, en el que no cuesta imaginar a los más dotados económicamente, jinetes en su corcel, o los carruajes de nobles y mercaderes. A ambos lados se ven portones de acceso a patios o jardines que hoy ocupan terrazas de restaurantes.
Aún resiste un esbelta torre familiar, la de Gomito, al estilo de las de San Giminiano o Bologna, pero el plato fuerte está en la plaza vieja, con una fuente rodeada de leones que poco o nada tienen que envidiar a nuestros rugientes granadinos. Es tanta la afluencia de rebaños estudiantiles, en plena temporada de viajes de estudios, y los también abundantes grupos de abuelas hablando alemán, que la típica foto se hace imposible. Más allá, tras una lonja de blancas columnas que apuntan a viejo mercado, se abre la plaza en la que se afachia doblemente Santa María la Mayor, simplemente impresionante, y que no visitamos porque la cola asusta, aunque no tanto como los ucranianos que esperan a los wagneritas en Bajmut, de modo que centro mi atención en un elaborado relieve en mármol blanco en el suelo del mercado, y que mi limitado conocimiento del asunto astronómico mi insinúa que se trata de un calendario, que no reloj, solar.
El caso es que, agobiados por la muchedumbre, encontramos acomodo en una terraza en la plaza de la citadella donde nos abrochamos una botella de vino rosso-tinto- acompañado de algo, prosciuto, olivas, focaccia, que nos ayuda a decidir el siguiente paso gastronómico, el cual llegará, finiquitado el refrigerio, en un encantador restaurante, un par de calles más abajo, en el que, con unos tiempos de espera redundantemente desesperantes, y con riego de un afrutado chianti clásico, compartimos, para empezar, un plato de polenta, maravilla que dominan en todo el arco, a los tres quesos, rompedora. Le seguirá, en mi caso, un plato de “casonsei alla bergamasca”, es decir, una pasta fresca de la región, rellena de mantequilla de los pastos alpinos y tanto de salsa de Salvia y picadillo de panceta local. Deliciosa.
No nos atrevemos, por lo lento del servicio, a ir más allá de un café, y, aprovechando que la amenaza de agua, estos días muy presente en toda Italia, se diluye momentáneamente, nos dirigimos a la Rocca, la fortaleza, que domina la ciudad y ofrece unas vistas excepcionales en 360º . Allí, huérfanos de las muchedumbres que patean la cuidad antigua, descubrimos en su entorno un conjunto de monumentos y homenajes a los caídos en las contiendas mundiales que resulta conmovedor y magnífico.
Camino del funicular encontramos una pasticería donde descubrimos un pastel típico de Bérgamo que está hecho sobre la base de la polenta de maíz y del cual nos llevamos muestra que sucumbirá en la noche acompañado de un excelente ron de Barbados. Un cierre espectacular para una jornada “da non dimenticare”.
Raúl Suevos
A 10 de mayo de 2013
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