De boda en La Habana
No sé si saldrá en las páginas del papel couché, o del
corazón, también nombrado así, pero, en cualquier caso, lo cierto es que hace
unos días hubo en La Habana una boda de las de antes, de cuando la gente bien
iba de largo, y en invierno, invierno cubano, se ponían estolas de visón para ir
a las cenas en las casas postineras del barrio del Vedado.
Hoy en el barrio antaño de clase alta no queda nada, salvo el
Museo de las artes decorativas, antigua casa de la marquesa de Revilla,
propietaria también de la Manzana de Gómez, un magnífico centro comercial junto
al Parque Central de principios del siglo XX, y durante años decrépito augurio inmobiliario.
Una decadente promesa convertida en gran hotel de cinco estrellas apenas hace
cinco años, regida por la cadena Kempiski, y alojamiento suntuoso de los
invitados de esta boda pretendidamente suntuosa.
A la marquesa todo le expropiaron, allá por mediados de los
sesenta del pasado siglo, hasta la vajilla de plata, emparedada
convenientemente por el último en salir, fue requisada, y hoy se exhibe en el
coqueto museo junto con fotografías de ilustres visitantes de la casa, como los
condes de Barcelona o la duquesa de Alba. Al menos su condición de museo le
salva del abandono inherente a la categoría de habanero. Ye lo que hay.
El bodorrio, del hijo del dueño de Vima, una distribuidora
alimenticia de origen gallego que despliega en casi todos los países caribeños,
hubiese sido, con su exhibición de lujo casi ilimitado, una bofetada a los
cubanos de a pie, si no fuese porque ya tienen las mejillas insensibles -y lo
que les queda hasta que Raúl tenga el detalle de morirse-, pero la realidad es
que allí pocos se han enterado.
Boda en la catedral, preboda en el hotel Kempiski, el cabaret
Tropicana cerrado para los invitados. Todo un despliegue del que sólo algunos
cubanos, los paseantes ocasionales, y jerifaltes escogidos del régimen, han
tenido noticia. Una pena si tenemos en cuenta que la firma, Vima, nació y
creció en la Isla bonita, casi siempre bajo los auspicios de Fidel y luego de
Raúl, si bien en la patria, ni siquiera la gallega, tengan muy claro quién es y
cómo logró tan impresionante desarrollo empresarial.
Lo cierto es que, lo recuerdo de cuando allí vivía, la
calidad de sus productos es ínfima, no apta para consumidores patrios, y sus
precios, comparativamente, resultaban disparatados, pero la ausencia de competencia
los convertía, en el restringido mercado cubano, en refinados.
El despliegue llevado a cabo en La Habana tiene sabores snobistas
de última generación, y resulta pornográfico en medio de la miseria que atenaza
a la población de la isla.
Raúl Suevos
A 16 de diciembre de 2023
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