La vía de los descalzos al Aneto
Mosén Jaume
hacía años que había decidido seguir como autentica filosofía y sendero existencial la comunión con El Señor; después, su
exaltación juvenil y el cuerpo vigoroso le impulsarían a buscar en las montañas
las sensaciones que Jacinto Verdaguer había sabido transmitir como nadie en su Canigó.
Aquella
madrugada de Julio, él y su clerical compañero, Antonio Arenas, se despertaron
alegres y con el ánimo exaltado. Habían pasado la noche en la cabaña de los
pastores de Vallibierna; al principio, los olores de antiguas pernoctas parecían
abandonar las piedras del rústico abrigo para envolverles y, abrazándoles,
impedir el reparador descanso. Finalmente, el cansancio venció sobre los
prejuicios y los dos jóvenes curas pudieron entregarse a un nervioso sueño
durante varias horas.
Aun era de
noche cuando el Jaume ataba las cintas de sus alpargatas de esparto, un aire
cálido parecía subir del valle; arriba, sobre los pinos, unas moles obscuras
se destacaban del azul estelar del cielo de las noches de verano, su
presencia podría encoger ánimos poco templados, pero no era el caso. Arenas
todavía peleaba con sus cintas cuando el joven Mosén Oliveras ya daba cuenta del
desayuno montañés que, el día anterior, les habían preparado en la fonda de Benasque;
el pan negro de centeno, con tocino y chorizo, sabía a gloria bendita con el
vino del Somontano; parte de este condumio debía de acompañarles en el zurrón y
la bota .
Por fin
estaban en camino; la escasa luz solo daba para distinguir los pinos, los dos
jóvenes se veían obligados a avanzar con cuidado, las raíces y las piedras les
llevaban de tropiezo en tropiezo y un mal paso podía resultar peligroso. El
fino olfato del Jaume le hacía notar los rododendros en flor; a la vuelta sería
el momento de disfrutar de la hermosa visión que, ahora, solo alcanzaba a intuir. Finalmente, aquel
pequeño bosque que había dificultado el inicio de la jornada tocaba a su fin, y
con él, la noche también les abandonaba dejando paso a la luz del día. Delante
de ellos, un muro en desplome de peñascos parecía dar paso a un circo superior,
coronado por un picacho, el Pico de Araguels, para ellos desconocido; superado
el muro, se encontraron en una pequeña pleta cubierta de hierba; una pequeña
balsa de agua, que no merecía llamarse ibón, ponía un contrapunto de reflejos a
la homogeneidad del verde. En este lugar , los dos compañeros empezaron a
imaginar el tamaño de la tarea que se habían impuesto para aquella jornada,
allí delante de ellos, una enorme ladera de piedras, salpicada de tanto en tanto
de herbosas manchas verdes, parecía cerrar todo el universo, pues, salvo
semejante paisaje, no alcanzaban a ver nada más. Ciertamente, esto simplificaba
el trabajo, ya que el Pico no era visible y forzosamente tenía que encontrarse
tras el horizonte de pedreras que contemplaban; así pues, los dos amigos no se
lo pensaron demasiado y decididamente emprendieron el camino, buscando una
senda, por aquel entonces inexistente, que les permitiese subir al circo de los
lagos de Coronas.
Durante más
de una hora caminaron en silencio, ganando altura por entre los granitos rotos;
Jaume, mientras lo hacía, se imaginaba las terroríficas batallas que, durante milenios, rayos y truenos habían
realizado hasta lograr el caótico paisaje que ahora contemplaba. Al tiempo, un
torrente de agua espumeante surgió de entre unas enormes peñas, avisándoles de
la vecindad de los lagos de Coronas; unos minutos después paraban a la orilla
del superior, era el momento de reponer fuerzas pero, las ansias del principio
habían sido tantas que, con la emoción, el morral con las provisiones se quedó
olvidado en la puerta de la cabaña. Daba igual, allí delante tenían aquellas
inmensas paredes; el Aneto no podía ser más que la mole que tenían delante,
flanqueado a la izquierda por un marcado collado, como les habían explicado. El
problema estaba delante, ¿Como cruzar los campos de nieve? Por la derecha
imposible, aquella cresta, Llosás, parecía tan inexpugnable como Els Encantats,
que él tan bien conocía, sin embargo, por la izquierda, bordeando el lago,
podrían llegar hasta el pie de las paredes sin tocar la nieve. Pensarlo y
hacerlo, todo uno, antes de darse cuenta ya estaban lanzando las manos para
iniciar la trepada. Al principio, la escalada no parece difícil pero, poco a
poco, la dificultad aumenta, hasta el punto que Jaume le dedica un rosario a
San Marcial, patrón de la villa de Benasque, tras muchos esfuerzos y no menos
sudores, abandonan la zona de paredes y a media ladera, saltando sobre
inestables bloques de granito primigenio, alcanzan la cresta. Allí se detienen
sobrecogidos , por todos lados un paisaje de abismos insondables parece
rodearles; a la derecha, el Aneto, meta de sus esfuerzos, se muestra erguido,
casi desafiante, todavía defendido por un inmenso glaciar y una arista de
piedra, por la cual, con toda seguridad, tendrán que seguir escalando si
quieren evitar quedarse sin el esparto de sus suelas. Mientras bajan hacia el
collado de Coronas, contemplan el hermoso valle que se perfila por levante y
que no es otro que el valle de Arán; ya en el collado, su corazón se encoge al
contemplar la enorme grieta que parte en dos el gran nevero, su fondo no es
visible, y ese abismal misterio la hace aun más pavorosa. Las fuerzas de
Antonio quieren abandonarle, pero los ánimos del Jaume y un oportuno rezo a la
Moreneta le animan a empeñarse en un último y colosal esfuerzo por la cresta
oeste, hasta aquel día inexplorada. Desde el inicio las dificultades les
acompañan pero su indómita juventud les impide notar que los granitos están muy
rotos, los bloques siempre inestables y, a su derecha, el abismo de Coronas que
puede convertirse en un blanco sudario con solo fallar al poner un pie; nada
importa, despacio pero sin pausa, la escalada progresa hasta llegar a una zona
donde la pared se hace cuesta amable, y tras ella, la montaña parece terminar;
el Jaume se imagina una enorme cruz para coronar el lugar ¿Quién sabe ? Tal vez
algún día... De pronto, cuando ya creían estar arriba, un terrorífico paso les
aguarda, el maléfico Puente de Mahoma. Mientras estudia la rota arista, Jaume
Oliveras no puede imaginar que unos años después será protagonista de un trágico
suceso en este mismo lugar. Tras no pocos titubeos, los dos escaladores fuerzan
el paso y hoyan las piedras de la cumbre; un milagroso hallazgo en forma de
botella de vino les ayudará a recomponer un poco sus maltrechas fuerzas. Aún en
estado de febril exaltación, contemplan extasiados el majestuoso paisaje, desde
el Levante Catalán al Poniente Aragonés; al sur, una pendiente arista, la de
Llosás, se les muestra como el único camino posible para bajar al valle sin
pisar la nieve. El cansancio acumulado y lo muy destrozada que está la cresta
les obliga a descender con lentitud, en varias ocasiones están a punto de precipitarse
al vacío y con ello, dar por conclusa esta increíble aventura; por fin, por la
brecha superior, consiguen bajar al circo y al pie de los lagos se paran para
contemplar el temerario descenso que acaban de realizar y que veintisiete años
más tarde obligará a recular a la primera cordada que intentará su ascenso.
Poco después llegan a la cabaña de Vallibierna y pueden, por fin, dar cuenta
del almuerzo olvidado en la madrugada.
Es el 24 de
Julio de 1906 y, tras doce intensísimas horas de emociones y de esfuerzos,
Mosén Jaume Oliveras y su compañero Antonio Arenas acaban de inaugurar un nuevo
itinerario de subida y bajada en el pico de Aneto, que debido al peculiar e inapropiado
calzado que portaban, quedara bautizada como la " Vía de los Descalzos".
Raúl Suevos
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